Miles de esclavos robados de África llegaron encadenados a Veracruz. Son antepasados invisibles de la nación mexicana. Este es un viaje en busca de sus huellas
Hay otro México profundo, que no es el México viejo, el del altiplano y el maíz, ni el bronco y violento de tiempos más recientes. Es el de la costa del Caribe, el de la caña y el café, el petróleo y el danzón, y tiene su epicentro en Veracruz, una ciudad cuyo solo nombre evoca un mar de historias. Encrucijada del comercio global en la época colonial, fue punto de entrada de los conquistadores españoles y puerto de llegada de miles de esclavos robados a África. Llegaron encadenados en las sentinas de los barcos negreros para trabajar en los ingenios del azúcar, las haciendas y las minas. Por su condición cautiva, ocupaban una posición social inferior a la del indio y se convirtieron en los antepasados invisibles de la nación mexicana. Pero la historia es terca, la toponimia no miente y los afromexicanos existen.
Repartidos en dispersas y pequeñas comunidades aisladas en varias regiones del país, sobre todo en el Estado de Veracruz y en la Costa Chica de Guerrero, olvidados por la historia oficial y víctimas aún de un racismo inconfesable, su mera presencia actual es una reivindicación de un pasado cultural y social que algunos antropólogos han bautizado como la tercera raíz, junto con la española y la india, del México moderno.
Zósima, una mujer negra de 80 años, está sentada a la sombra de la tarde junto a la puerta de su vivienda, una casa pintada de un rosa mexicano desvaído que contrasta con el verde de las cañas, los limoneros, los mangos y las plantas de piña que la rodean. Lleva viviendo toda la vida en Mata Clara, un pequeño pueblo a una hora en automóvil al este de Veracruz, y da la impresión de que desde hace mucho tiempo a solas consigo misma. No hay demasiado empleo y los jóvenes se marchan, muchos a Estados Unidos. Recuerda que su abuelo vino de la isla de La Martinica, cuando en el siglo XIX se importó mano de obra negra de las Antillas, y reconoce que sigue existiendo racismo. “Somos mexicanos de toda la vida, pero por el color de uno nos tratan peor. A mis nietos, cuando iban a la escuela, les ponían apodos”. Su yerno, un hombre fuerte y joven, susurra: “Hay racismo, poco, pero todavía hay. Se nota en las miradas de la gente”.
Don Primitivo, de 87 años, vive dos cuadras más abajo. Repantigado como un patriarca en un destartalado sillón, cuenta que trabajaba en un ingenio y que su familia vino de Cuba. Nietos de piel negra de todas las edades juegan en el porche de madera. Su yerno, de inconfundibles rasgos indios, espeta: “Aquí no hay negros”. Poco más tarde, a unos cuantos kilómetros, un taxista del vecino municipio de San Miguel querrá dejar las cosas claras: “Aquí lo que hay es pura gente normal”.
Mata Clara está al lado de Yanga, “el primer pueblo libre de América”, como dice un cartel a su entrada, por haber sido fundado en 1608 por un grupo de esclavos huidos o cimarrones liderados por el legendario Ñyanga, que, tras varios años de lucha por la libertad, logró que el virrey, el marqués de Cerralvo, legitimase definitivamente el asentamiento con el nombre de San Lorenzo de los Negros o San Lorenzo Cerralvo en 1630.
A partir de las últimas décadas del siglo XVI, los cimarrones se convirtieron en una amenaza para el tráfico de mercancías entre Veracruz y el centro de México, y se lanzaron varias expediciones de castigo contra ellos. Ñyanga y sus seguidores se internaron en territorio poco poblado y, tras años de escaramuzas, llegó la negociación. Nacería así el primer pueblo de negros libres de América con el compromiso de entregar a las autoridades a los esclavos huidos que buscaran protección entre ellos, algo que al parecer jamás cumplieron.
El pueblo, cercano a la villa de Córdoba, fundada en 1618 como una especie de frontera contra los cimarrones, cuenta actualmente con unos 5.000 habitantes, y en una de sus plazas se alza una escultura del coloso Ñyanga empuñando un machete. El padre jesuita Juan Laurencio, quien acompañó a los españoles en sus batidas contra los cimarrones, lo describió así: “Yanga era un negro de cuerpo gentil, Bran de nación [procedente de lo que hoy es Ghana] y de quien se decía que si no lo cautivaran fuera rey en su tierra…”.
“Hubiera sido un Martin Luther King en nuestros días”, asegura Bob Hayes, uno de tantos gringos viejos –el pionero del rock and roll Bill Haley vivió aquí unos años– asentados en Veracruz. En el café de La Merced, lugar de encuentro de buenos aficionados al béisbol y que él ha convertido en su oficina, Hayes desayuna mientras una banda interpreta el son mandinga. Hayes, un afroamericano de más de 70 años, que dice haber trabajado durante 15 para el primer alcalde negro de Los Ángeles, Tom Bradley (1973-1993), lleva desde el año 2000 viviendo en esta ciudad y ha escrito varios libros sobre Yanga y la esclavitud. Sus opiniones son tajantes, influidas por la lucha por los derechos civiles y contra la segregación racial en Estados Unidos: “México es un país racista. Dicen que no hay discriminación porque niegan que haya negros y los negros creen que son morenos. Están estigmatizados, pero no tienen orgullo”.
La historiadora Adriana Naveda Chávez-Hita, del Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales de la Universidad Veracruzana y especialista en la población negra de México, explica las verdaderas circunstancias de esta migración forzada y su evolución: “Actualmente solo queda el fenotipo porque son más mexicanos que el mole. Gonzalo Aguirre Beltrán, el padre de la antropología mexicana, calculó que llegaron unos 250.000 esclavos –equivalente al número de españoles asentados en México durante los tres siglos de dominación colonial–, aunque algunos autores modernos elevan esa cifra hasta casi los 400.000 por el contrabando. La mayoría llegó a finales del siglo XVI y principios del XVII, y fueron tan pocos porque la población indígena era muy numerosa”. Sin embargo, añade, “en el caso del puerto de Veracruz eran el primer grupo racial por delante de blancos e indios”. Muchos vivían extramuros de la ciudad en barrios como el de La Huaca, que aún hoy se conserva, con sus casas de madera pintadas de colores y construidas originalmente, según la leyenda, con los tablones recogidos de los naufragios.
Los esclavos traídos por los mercaderes de carne humana, principalmente portugueses, ingleses y holandeses, desembarcaban en San Juan de Ulúa, un islote a menos de un kilómetro de la costa sobre el que los españoles levantaron en 1535 una formidable fortaleza, desde donde eran distribuidos a toda Nueva España. El fuerte, cuyo tamaño da idea del intenso tráfico comercial de la época virreinal, es parte también de la historia del México independiente. Aquí estuvo preso el presidente Benito Juárez; desde aquí dirigió y aquí fusiló Venustiano Carranza durante la revolución mexicana, y en sus mazmorras penaron un bandido de leyenda, Chucho el Roto, y la mítica mulata de Córdoba, famosa por su belleza y acusada de brujería.
San Juan de Ulúa está actualmente asediado por el crecimiento del puerto de Veracruz, pero no cuesta mucho imaginar el pánico y el dolor de aquellos africanos llevados a tierra extraña para ser vendidos. Un hombre de entre 20 y 50 años valía entre 300 y 400 pesos, dependiendo de su oficio; las mujeres jóvenes, un poco menos; los niños, entre 100 y 150; los bebés, unos 70, y enfermos y ancianos, 25, a precios de 1758, según el registro de una hacienda. Pero no solo los compraban los hacendados. Maestros barberos, boticarios, alcaldes, notarios del Santo Oficio, clérigos, militares, escribanos y viudas también poseían esclavos, incluso se entregaban como dote o se donaban a conventos.
Su único equipaje era su memoria, y a la aculturación de la esclavitud se sumó un proceso acelerado de mestizaje que enseguida desafió la capacidad racional del burócrata más perfeccionista. Andando el tiempo, a las tres castas originales de españoles, indios y negros se fueron añadiendo las clasificaciones de castizo, mestizo, mulato, zambaigo (hijo de negro e india), mestindio, lobo, coyote, jarocho, cambujo, chino jarocho, chamiso, albarazado, gíbaro, barcino, cuatralbo… hasta llegar a recurrir, en una “evidente muestra de desesperación” del funcionario, como escribe Aguirre Beltrán, a expresiones como las de “torna atrás”, “tente en el aire”, “ahí te estás” y “no te entiendo” para nombrar a las mezclas que ofrecían mayor complicación.
Esta mezcla de todos contra todos sería una característica de Nueva España, donde la infamia de la esclavitud no tendría nada que ver con la de las plantaciones de las islas del Caribe, Brasil o Estados Unidos. En el magma de la sociedad colonial, la diáspora africana no formó una comunidad uniforme y distintiva. Los afromexicanos fueron una fuerza de trabajo móvil trasladable allí donde la población indígena no existía o había descendido drásticamente. “El impulso hacia la libertad favorecía el mestizaje y para sobrevivir los negros tenían que españolizarse”, defiende el historiador mexicano Antonio García de León, quien defiende en su historia de Veracruz, Tierra adentro, mar en fuera, que su integración fue mucho más exitosa que en otros países.
A mediados del siglo XVII, la mayoría de negros y mulatos serían libres, y un siglo más tarde, cuando la esclavitud se desmoronaba por no ser ya rentable, las denominaciones más comunes eran las de pardo –descendiente de indio y negra– y la de moreno para referirse a cualquier mezcla entre español y negra. Un ejemplo de estas generalizaciones, dice la doctora Naveda, fueron las Milicias de Pardos y Morenos Libres, que en diversas ocasiones acudieron a la defensa de Veracruz frente a invasores extranjeros. Esta sociedad abigarrada, pluriétnica y multicultural, que ha dado lugar en Veracruz a una cultura mestiza, jarocha, pervive en la toponimia con decenas de nombres como Mocambo y Mandinga. Cerca del cerro Congo se encuentra Coyolillo, aldea o congregación de “raza afromestiza”, como dice un cartelón a su entrada, situado a unos 40 kilómetros de Xalapa, la capital del Estado. A través de una carretera sinuosa y un paisaje feraz con plantaciones de chayote, maíz, frijol, jitomate y tabaco se asciende hasta este pueblo fundado en el siglo XVII por esclavos liberados probablemente de la hacienda San Miguel de Almolonga.
Sus habitantes, en su mayoría ancianos y niños –muchos jóvenes se han ido a la capital o se han marchado a Estados Unidos–, solo recuerdan hoy que sus antepasados trabajaban jornadas extenuantes y que recibían castigos corporales. Salvo cuando llegan los días grandes del carnaval, con más de 140 años de historia y al que acuden muchos visitantes africanos, su memoria se ha ido desvaneciendo como las gotas de lluvia.
La independencia y la guerra a partir de 1810, así como la crisis del azúcar de esos años, fueron el último empujón, como dice el historiador Juan Ortiz Escamilla, “para la homogeneización de la sociedad”. “Todas las castas votaron en las elecciones del Ayuntamiento de México en noviembre de 1812, y en 1829 un decreto nacional prohibía la esclavitud”. Un siglo más tarde, con la llegada de la revolución mexicanay su exaltación de lo indio, la existencia del negro y su contribución a la cultura de este país serían borradas de la historia oficial.
Aún hoy día, su color de piel, como la marca de un desarraigo eterno, le convierte a veces en un intruso al que se confunde con un centroamericano si camina por las calles de la capital, o al que los agentes de migración de Estados Unidos separan en la frontera de la fila de los indocumentados mexicanos por creerle un compatriota.
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