Cuentan los pascuenses que rondaba el siglo V cuando Hotu-Matu'a, sus seis hijos y su esposa tuvieron que abandonar Hiva, en las actuales Islas Marquesas. Habían perdido la batalla contra una tribu rival. Sin rumbo ni destino, guiado únicamente por los dioses y por las estrellas, Hoto Matu'a y su prole llegaron a la perdida Isla de Pascua en dos grandes pahi (canoas dobles). ¿Qué les depararía esta nueva tierra solitaria?
La historia de Te pito (el ombligo del mundo en rapanui, el idioma de los pascuenses) es misteriosa, y lo que sabemos se lo debemos a la tradición oral. Aunque fueron más de 15.000, los habitantes de Rapa Nui estuvieron al borde de la extinción. Hoy, unos 5.000 viven de los 60.000 turistas que arriban anualmente al aeropuerto de Mataveri, convirtiendo la pequeña isla de 173 kilómetros cuadrados en una locura policultural. Hay más. En medio de esta amalgama lúdico-festiva se levantan los moais, las imponentes y cabezonas estatuas de piedra perdidas en el tiempo y en el espacio pacíficos, testigos, en su mayoría volcánicos, de un pasado convulso e inquietante.
El origen de los moais
No se sabe a ciencia cierta cuándo los pascuenses se pusieron a tallar moais, cuña basáltica en mano, pero a día de hoy 887 asoman la cabeza repartidos por todos los rincones. Miden entre un metro 13 centímetros y casi 22 metros, llegando a pesar 180 toneladas (lo mismo que un avión Boeing 747). Sus constructores, 20 por estatua, tardaban un año en fabricarlos y dos años en transportarlos. Los llevaban en posición vertical como si fueran un frigorífico, de ahí que bailaran y danzaran.
Se cree que los moais eran representaciones de antepasados difuntos que querían velar por los suyos.
Aunque hay muchas teorías, se cree que los moais eran representaciones de antepasados difuntos que velaban por los suyos, de manera que proyectaban su mana (poder sobrenatural) sobre sus descendientes. Las estatuas, realizadas supuestamente entre los siglos XII y XVI, se levantaban sobre unas plataformas ceremoniales llamadas Ahu, a las que estaba, y está, terminantemente prohibido subir.
Casi todos dispuestos de cara al mar, siempre se reunían en grupos impares, y muchos cuentan con un gorrito de piedra volcánica roja, denominado pukao. Al mirarlos se te quita el habla. El Ahu Tongariki, en el valle más fértil, mantiene el récord de moais levantados. Los 15 gigantones a los pies del volcán Rano Raraku, la cantera donde se fabricaban los moais, desprenden un halo místico-contemplativo difícil de igualar por ninguna otra creación humana.
La cantera de Rano Raraku
Pasear por la fábrica de moais de Rano Raraku es teletransportarse a un mundo prehistórico y surrealista. Decenas de cientos de estatuas inacabadas se agolpan en las laderas de este antiguo volcán, punto original en el que las cuadrillas de escultores creaban con sus manos los cientos de moais dispersos por toda la isla. ¿Qué fenómeno extraño fue el culpable de que estos talismanes volcánicos quedaran repentinamente inacabados y olvidados?
La sobrepoblación de ratas oceánicas traídas en los pahi, como comida, pudo acabar con las semillas y los frutos.
Una conjunción de tres teorías parece haber ocasionado un cataclismo político-social-cultural en la isla, lo que desencadenó que nuevos tiempos condicionaran la vida de los pascuenses. La sobrepoblación de ratas oceánicas traídas en los pahi, como comida rápida, pudo acabar con las semillas y los frutos. Además, los isleños empleaban la madera para casi todo: hacer la techumbre de las casas, quemar los cuerpos (120 kg por cada uno), fabricar botes de pesca y canoas. Para colmo de la deforesatación se sumó el fenómeno de El Niño, un período de cambios climáticos que pudo ocasionar graves sequías e incendios que terminaron por consumir la isla.
Las tribus empezaron entonces a guerrear por la posesión de los últimos bosques. Se acabó la comida, y los pascuenses comenzaron a practicar el canibalismo. La anarquía se apoderó de este pequeño pedacito de tierra subtropical y finalmente, un nuevo orden se instauró en la isla, el del hombre-pájaro.
Orongo y el hombre pájaro
Todos los años, un representante de cada tribu descendía hasta el mar desde la ciudad ceremonial de Orongo, a 400 metros de altura en línea recta, junto al borde del cráter del volcán Rano Kau. Los elegidos debían nadar un kilómetro y medio en unas aguas atestadas de tiburones hasta alcanzar los islotes de Motu Nui, Motu Kao Kao y Motu Iti, donde la gaviota pascuense ponía su primer huevo del año. Una vez encontrado y guardado, el afortunado nadador ascendía de nuevo hasta la cima del volcán sin que se rompiera. El ganador sería coronado rey de la isla y podría matar a tres jefes de tribus rivales.
La Isla de Pascua es un sitio único por sus centollas, sus flores de colores y sus calmos bosques de eucalipto.
Pero la Isla de Pascua es mucho más que sus moais, que sus volcanes y que sus leyendas. Es un sitio único por sus centollas, por sus flores de colores, por la tranquilidad de sus bosques de eucalipto y de sus gentes, por su playa paradisíaca de Anakena, por sus aguas cristalinas, por la red de galerías subterráneas (antiguos canales de lava), por sus peces tropicales, por su cárcel (en la que los presos venden artesanías y ganan más que los carceleros), por sus bailes polinésicos en honor a la guerra, por su descenso en troncos de bananero, por sus olas, por sus pasteles de plátanos, por el incomprensible idioma rongo-rongo, por sus guayabas que crecen hasta debajo de las piedras, por su soledad, por su melancolía, por su belleza.
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