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domingo, 22 de agosto de 2010

El Museo Guggenheim-Bilbao, la emblemática obra del arquitecto canadiense Frank O. Gehry, cumplio una década desde su inauguración


El Museo Guggenheim-Bilbao, la emblemática obra del arquitecto canadiense Frank O. Gehry, cumplio e una década desde su inauguración. Un edificio que, por su audaz singularidad, se ha convertido no sólo en el símbolo de una ciudad sino que ha estimulado en pocos años una renovación radical en las calles de su entorno, además de ser un factor de cambio económico y un reclamo turístico. El efecto Bilbao se estudia ahora en universidades y se analiza en libros y artículos.
“Sin la visión de Utzon, difícilmente podría existir el Guggenheim en Bilbao”, dice Frank O. Gehry.


En marzo de 1999, año y medio después de la apertura del Museo Guggenheim Bilbao, el diario The Washington Post lanzaba la siguiente pregunta: ¿puede por sí solo, un edificio contemporáneo levantado en un antiguo astillero, diseñado por un afable arquitecto californiano (de origen judeo-canadiense), insuflar nueva vida cultural y económica a una ciudad en decadencia, situada en la cornisa industrial del norte de España? Seis años más tarde, la Escuela de Diseño de Harvard la reformulaba diciendo: ¿puede repetirse el éxito del Museo Guggeheim Bilbao? No hay duda, Bilbao está ya en el mapa, también en la prensa y en las universidades.

El magnetismo de Bilbao es analizado en la mayoría de las escuelas de diseño urbano como el efecto Bilbao a partir del cual el valor de la arquitectura como imagen de marca está adoptando una posición clave en la nueva economía globalizada. El fenómeno se asocia también a otra palabra de nueva creación starchitect, (arquitecto+estrella), que es un término peyorativo utilizado para nombrar a los ídolos de la arquitectura que se dedican a sembrar iconos mediáticos por todo el mundo. Sin embargo, para Bilbao el efecto no ha podido ser más positivo. El primer año, después de la apertura, el museo recibió 100.000 visitantes al mes y ahora el flujo se ha estabilizado en la cifra de un millón de entradas anuales.

Hace sólo unas semanas, en un artículo publicado en The New York Times, se decía que diez años después Bilbao se ha convertido en una atracción para el turismo. El peregrinaje a Bilbao es obligado y los efectos penitenciales del viaje reconfortan y purifican a todo aquel que sea iluminado por los reflejos metálicos del titanio.
El corresponsal de viajes de este periódico neoyorquino, Denny Lee, ha visitado Bilbao recientemente y se sorprende del profundo cambio sufrido por una ciudad que, hace ocho años, recordaba por el horrible olor a podrido de su ría. La imagen que le quedó grabada fue la de un museo de primera clase nadando en un entorno infeccioso y tercermundista. Ahora, la ciudad está irreconocible, con muchas de sus calles peatonalizadas, con su Casco Viejo renovado, con la colección de obras de los arquiestrellas repartidas a lo largo de una ría que, según Lee, no tiene el color azul del Danubio, pero en la que se practica el remo y sobre la que se deslizan parejas de cormoranes. El factor ¡guau! Desde finales de los noventa, años en los que se terminó el Museo Guggenheim Bilbao, se han venido utilizando las palabras wow factor, (factor ¡guau!), como concepto para referirse a esos edificios espectaculares que actúan como factores destacados en determinados procesos de regeneración urbana. De acuerdo con este nuevo parámetro se están realizando estudios sobre qué es lo que piensan de un edificio las personas que pasan delante de él y si se ha tenido en cuenta el factor ¡guau! a la hora de diseñarlo, además del programa y del coste.
Frank O. Gehry (Toronto, 1929) tiene un problema, y es que quiere ser un chico bueno. Desea agradar a todo el mundo, siendo al mismo tiempo un tipo muy competitivo. Thomas Krens, director de la Fundación Solomon R. Guggenheim, ha dicho que no hay que dejarse engañar por ese aspecto que tiene el arquitecto canadiense, a imagen del inspector Colombo, con esa gabardina arrugada y esa seguridad en sí mismo. Gehry nunca pensó que Bilbao fuera a tener la repercusión que ha tenido. Lo ha comentado con su amigo Sidney Pollack en la película Sketches of Frank Gehry, 2005: “Cuando fui a Bilbao por primera vez y lo vi (el Museo Guggenheim), me dio vergüenza. Pensé, ¡Dios mío! ¿Cómo me han dejado hacer esto?”.

Independientemente de las consecuencias del permiso otorgado y del riesgo asumido, la elección del lugar fue decisiva. Krens tenía claro que Bilbao necesitaba un edificio que produjera pasmo y admiración y que, al mismo tiempo, contribuyera a caracterizar la imagen de la ciudad. Tanto Krens como Gehry coincidieron (sin que estos términos estuvieran todavía acuñados) en que el Museo Guggenheim Bilbao tenía que ser un edificio con un elevado factor ¡guau!

El mal ejemplo de Sydney. Se ha asociado el caso con la Ópera de Sidney, 1957-1973 (Jørn Utzon, Copenhague, 1918), comparando los dos edificios por su semejante importancia simbólica. Gehry ha llegado a afirmar que: “Sin la visión de Utzon, difícilmente podría existir el Guggenheim en Bilbao”. Pero ni la personalidad perfeccionista de Utzon, quien abandonó la obra, ni la dedicación (la oficina del arquitecto no estuvo operativa durante los seis meses que duró el traslado de Dinamarca a Australia, precisamente en la fase en la que era más necesaria la asistencia al proyecto) fueron comparables a la maleabilidad de Gehry, ni a los medios que se asignaron a la producción del Museo Guggenheim Bilbao. La concepción y construcción de la Ópera de Sidney se alargó dieciséis años, costó diez veces más de lo previsto y supuso el quebranto de las relaciones que Utzon mantuvo con la ingeniería de Ove Arup. En Bilbao, la habilidad de Gehry, el saber hacer de la ingeniería local Idom y la generosidad del cliente hicieron que todo fuera mucho más fácil....

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